Cultura

Los bigotes de Gabriel García Márquez

Por: José María Espinasa / La Jornada Semanal

Ciudad de México, 16 de septiembre.- En recuerdo del Premio Nobel otorgado a Gabriel García Márquez (1927-2014), hace cuarenta años, ha habido publicaciones, exposiciones y eventos alrededor de la vida y la obra del genial ‘Gabo’, y los bigotes del autor de ‘Cien años de soledad’ no pasan desapercibidos porque, sin duda, son elemento importante de su amplia iconografía.

Los cuarenta años cumplidos del Premio Nobel otorgado al autor colombiano ha traído varias publicaciones y exposiciones. Una muestra documental en el Museo de Arte Moderno acompañada de un libro iconográfico, Vida, magia y obra de un escritor global, publicado por la Fundación para las Letras Mexicanas. Si es probable que el autor de Cien años de soledad ha sido el escritor con más lectores de nuestra lengua, también se podría decir que es el más fotografiado. Al visitar la exposición y leer el espléndido libro iconográfico recordé haber leído en algún lado que las fotografías de Pancho Villa sin sombrero son muy escasas y no llegan a cinco. Las de García Márquez sin bigotes creo que son aún más raras, y eso me llevó a reflexionar sobre esa característica física –facial– de algunos escritores o incluso de héroes patrios, como el caso de Emiliano Zapata.

Aun me desconciertan las fotos del Octavio Paz ya mayor, con su barba entrecana y un poco desaliñada. Para mí el rostro de Paz no tiene ni barba ni bigote. En cambio el de García Márquez no lo puedo imaginar sin este último. Pero el bigote no es, como el sombrero de Villa, una prenda, sino una parte del cuerpo que está a punto de dejar de serlo, que se proyecta hacia una exterioridad de lo físico. El bigote es una corporalidad que está a punto de dejar de serlo y que, sin em bargo, no tiene nada de espiritual. ¿Por qué nos dejamos crecer el bigote? Si me atengo a mi experiencia personal –lo usé durante treinta años hasta que empezó a encanecer– diría que por flojera: me daba pereza rasurarme. En la página 50 se ve a un García Márquez muy joven, ya con un incipiente bigotito que con los años se iría poblando y engrosando y que en la vejez encaneció parejo, sin quitarle algo de alegría juvenil a su mirada.

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Así como no consigo imaginar a García Márquez –sólo lo vi un par de veces en persona– sin bigote, no consigo recordar a Álvaro Mutis con él, aunque sé que lo usó durante un tiempo. En cambio al pintor Alejandro Obregón, amigo de ambos y compañero generacional, cuando pienso en él imagino en principio un bigote. Los actores saben que cuando usan uno postizo se nota más todavía que la peluca. Entre los narradores del boom Carlos Fuentes también usaba el bigote y José Donoso la barba. Al iniciar esta crónica pensaba convertir el bigote en una taxonomía del estilo escrito, pero las razones se me fueron esfumando. La prosa de García Márquez, y la del boom en su conjunto, no podría ser calificada de bigotona, significara esto lo que significara. En cambio, sí se podría con Martín Luis Guzmán, que no lo usaba; tal vez, se me ocurre calificarla así por la sombra que proyecta en sus libros Venustiano Carranza.

Eso nos lleva a decir que hay de bigotes a bigotes: el campesino de Emiliano Zapata frente al aristocrático de don Porfirio y de Carranza, aunque hayan sido enemigos. Diría que el de García Márquez, y creo que el dicho le gustaría, no es de escritor sino de periodista. No es atildado sino casual y en su caso suele ser acompañado de una sonrisa abierta. Como la de la foto de portada del libro, extrañamente virada al rojo, como si estuviéramos en un cuarto oscuro, de ésos en que antes se revelaban fotografías y hoy ya casi desparecidos. Desde hace algunas décadas, diría que hacia los ochenta del siglo pasado, empezó a ejercerse en español algo que se ha llamado crítica genética, que seguía el desarrollo de obras y autores a través de borradores, manuscritos, inéditos, correspondencia y cuadernos de apuntes. Luego, de manera natural, esos materiales adquieren una cualidad plástica: no sólo se leen, también se miran como creaciones, creaciones dubitativas, que en su condición de work in progress nos hablan del carácter de la escritura y del escritor. Para los muchos aficionados a la literatura del colombiano esta iconografía reunida en el libro es una verdadera delicia. Recortes de periódico, portadas de revista de la época, fotos que nos hablan de su peregrinar de Colombia a Europa –París, Barcelona– y de regreso a América, a México, donde vivió la mitad de su vida. Entre el material documental está el mecanuscrito de Cien años de soledad con correcciones. En un tiempo se decía que García Márquez era tan cuidadoso del texto que, si sacaba la hoja del rodillo, volvía a empezar.

Hasta las sucesivas y variadas portadas de sus libros nos cuentan una historia: el diseño gráfico también narra una historia, cuenta una novela. Sin duda, hay fetichismo en estos libros: les concedemos una condición mágica a esos elementos del recuerdo, a esas magdalenas proustianas de la vida común. Y por eso también la importancia de los lugares –la casa donde la escribió hoy convertida en un centro cultural con abundante oferta de cursos y conferencias digitales– o de los instrumentos. Por ejemplo, las máquinas de escribir. También ellas, como los bigotes, pueden ser elementos para una taxonomía literaria. Pero, bueno, concluyo: dicen las leyendas caseras que cuando uno muere le siguen creciendo las uñas y el pelo. Estas conmemoraciones de la entrega del Nobel son una prueba: a García Márquez le siguen creciendo los bigotes.

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