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Opinión

El último lector | Nos vamos a morir y no sabemos cuándo

Por: Rael Salvador

No sabemos muchas cosas de la vida e ignoramos no pocos elementos esenciales en nosotros mismos.

La existencia nos va construyendo, más a través de un imaginario prestado, ajeno, impuesto, que desplegando su propia y sabia naturaleza.

Herencia cultural, legado educativo, tradiciones como precarias pistas de despegue, que terminan siempre forzado su aterrizaje en el rol social.

En contraposición, las ideologías y las religiones se asemejan a callejones sin salida, senderos cerrados, caminos que no llevan a entender la realidad sino a empeñar lo objetivo de ésta por una subjetividad siempre cuestionable.

Inoculados, así, por la transmisión de saberes y devastadores códigos a seguir.

Las limitaciones son inherentes a la especie, mas no por ello lo humano deja de tornarse divino en el arte, o la armonía en que se nutre éste, deja de ser fiel a una ética o una estética, o a una filosofía.

Resonancias y contrastes de un pulso universal, refriega cósmica que muchas veces, para disipar los miedos o ahuyentar los temores, llamamos nuestros dioses.

Nos protegemos porque queremos prolongar nuestros placeres y, a través de ello –en la felicidad que resumen– lograr las metas que nos propusimos en la vida.

En ello la sana lujuria y la sublimación romántica que le dan vuelta, desde tiempos inmemoriales, a toda la creación.

No son placeres suicidas, sino practicas sensoriales –del cuerpo hacia el espíritu o viceversa– que alargan, promoviendo la salud, nuestra estancia en el planeta.

¿Para qué?

Para, en la cómoda sencillez, sentarnos a tomar un café juntos.

Para actualizarnos en la belleza del diálogo inteligente.

Para que el bien tenga protagonistas.

Para renovar, si prestas atención, los estímulos de la existencia en el presente que nos es obsequiado.

Para, de nuevo, tornarnos visibles en los gestos y en los actos.

Para que la sensatez se vuelva simpática en la circunstancia de encontrarnos contentos.

Para que la amabilidad deje la crisálida del tedio y el aburrimiento.

Para que la generosidad se derrame sin distinción.

Para comprender que nos vamos a morir y que no sabemos cuando.

Para ser misericordiosos con nuestra neurosis y entender así que puede ser la última vez que le mentamos la madre al microbusero o al directivo o al político (quizá sea éste tu insulto final en el planeta y estés obligado a realizarlo maravillosamente, con un gesto y un tono de voz adecuados, agitando en un elegante swing la solidez y la firmeza del brazo derecho, siempre tomando en cuenta y consideración las exigencias que las circunstancias ameriten).

Para despedirse con un beso de ser a quien ama: ¡El último beso, mi Dios! ¿Cómo sería? Apasionado, solar, húmedo y tibio a la vez, haciendo líquida el alma y nublando el cuerpo en caluroso deseo, estoy seguro. Leroy diría: dos seres en “la astronomía genética de un beso”.

Y así, para que todas las horas sean de alegría provechosa.

Para perfeccionar los defectos en herramientas útiles (la sonrisa es universal).

Para combatir la arrogancia con la humildad.

Para regalarle pureza al alma y nobleza al espíritu, en la irradiante sexualidad de toda armonía y en la belleza siempre contenida de lo erótico permisible.

No sabemos muchas cosas de la vida e ignoramos no pocos elementos esenciales en nosotros mismos, pero sí podemos observar que la existencia nos va construyendo, más a través de un imaginario prestado, ajeno, impuesto, que desplegando su propia y sabia naturaleza.

raelart@hotmail.com

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