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Opinión

Los tornados y los relámpagos / Rolando Cordera Campos

Por: Rolando Cordera Campos

Como tornados, las pendencias y turbulencias políticas, en gran medida desatadas o inventadas desde el poder presidencial, siguen su marcha. Implacable a la vez que fuente de todo tipo de salidas de ácido humor.

Hacia dónde pueden llevarnos esas homilías mañaneras es un enigma, aunque muchos analistas y comentaristas coinciden en advertir que el destino previsible es triste, cuando no desastroso: una redición del autoritarismo presidencial; una recentralización del poder, legítimamente constituido como federalismo al calor de la transición a la democracia; balcanización y decadencia de un régimen que bien a bien no acabó de cuajar; demolición institucional y del Estado; en fin, “al diablo con las instituciones”, como se llegó a decir.

Temores que nos llevan a avizorar esos y otros panoramas y escenarios cargados de perspectivas lúgubres, aún sin el concurso de nuestra disciplina, bautizada en el siglo XIX por el historiador Thomas Carlyle como la “ciencia lúgubre” por compartir las profecías del monje Malthus.

Si se podrá salir al paso de tan adversas perspectivas forma parte del memorial de agravios y asignaturas no cursadas de la endeble fábrica democrática erigida a finales del siglo pasado e implantada como régimen pluralista. Este sendero, que se entendía como perfectible, pero transitable por todas las fuerzas políticas, hoy es negado por un gobierno emanado de esas coordenadas.

Lo hecho desde 1977, que hoy nos permite un contexto de innegable libertad de acción y convivencia pluralista, es deturpado por iracundos cuatroteistas, quienes llegan a decir que en 2018 hubo fraudes. Que el ahora Presidente lo es gracias al concurso de millones de electores por encima o en contra del edificio electoral que se ha construido en años con el concurso de tirios y troyanos.

Se quiera aceptar o no, el “pueblo bueno” pudo votar en libertad con las garantías acordadas en todo el periodo de transición que aterrizó en la democracia pluralista y representativa que en 2018 vio ganar a López Obrador. Como en 2000 a Fox.

Es desde este escenario, además, que asistimos a los cambios y políticas que, se nos dice, llevarán a una “Cuarta Transformación” nacional, comparable con la Independencia, la Reforma y la Revolución. Nada menos.

Paradojas y disonancias de las “cosas del poder” que, irónicamente, son voceadas y hasta magnificadas por un “querer” que no acierta a conformarse como un auténtico y creíble bloque alternativo, a la vez que legal y constitucional. Y dispuesto a arriesgar un proyecto diferente de nación y desarrollo para todos.

Limpiar de corrupción las estructuras de la gestión pública fue una poderosa bandera de campaña y ha sido leit motiv de las muy largas marchas del Presidente, por lo menos desde 2006. También ofreció poner por delante a los pobres, porque sólo así puede darse el bien de todos.

Dupla imponente, por su propia potencialidad disruptiva a la vez que constructiva y porque en la sociedad parecía haberse llegado a un punto crítico en materia de aguante pasivo. El combate a la corrupción y la prioridad otorgada al logro de una justicia social básica, eran por sí mismas causas compartidas y compartibles por todos. Desde los más diversos y encontrados miradores se forjaba un reclamo de acción y corrección del rumbo desfigurado por los grupos gobernantes anteriores y el candidato López Obrador obró en consecuencia y ganó.

Su forma de gobernar no ha sido funcional a esos propósitos; más bien ha sido contraproducente a toda idea de buen gobierno. No se diga de uno que pretende ser transformador.

Los resultados nos abochornan; la negación y el silencio como política de gobierno dañan a un Estado de por sí vulnerado por la penuria fiscal y el agotamiento humano e institucional: la temida crisis de estatalidad advertida por Clara Jusidman y bien estudiada por Mariano Sánchez Talanquer.

Hoy, sin embargo, el conocimiento y reconocimiento de estas realidades es insuficiente. El andar político a través de ellas no parece sino llevar a la fatiga del discurso y la acción y no hay a la mano “varitas de virtud” como las que tuvieron los últimos gobiernos priístas del régimen presidencial autoritario: organizaciones de masa con dirigencias leales al “sistema”; disposición a cooperar, un tanto rejega, del empresariado, etcétera.

Ahora, todo tendrá que provenir del empeño cooperativo de muchas voluntades, hasta hoy poco dispuestas a la acción colectiva y reticentes a la única política que puede llevarnos a buen puerto: una política popular comprometida con “ampliar, consolidar y limpiar nuestra democracia”, como lo ha planteado recientemente Cuauhtémoc Cárdenas (Por una democracia progresista. Debatir el presente para un mejor futuro, México, Debate, 2021).

Se trata, en breve, de mejorar y ensanchar la democracia representativa y desde ahí acometer la democratización y la reforma del Estado, entendidas como condiciones sin las cuales México se estancará. “El desarrollo lógico, postula Cuauhtémoc, para salir de la situación de deterioro y empantanamiento actual”.

Para eso sí hay historia ¿habrá memoria?

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