Opinión

Mar de historias

Por: Cristina Pacheco

I. Talento natural

Gracias a que nació con un gran talento para el comercio –única herencia que le dejó su padre–, Abelardo siempre contará con un techo seguro y pan que llevarse a la boca. Jamás presume de su habilidad, pero lo enorgullece recordar que desde los cinco años ha sido capaz de vender toda clase de mercancías: primero chicles, después limones, gelatinas, dulces, juguetes, ropa, calzado…

Ahora, como hay tanta competencia en las calles y escasean cada vez más los clientes, Abelardo también vende su sangre.

II. Exclusividad

“Departamentos modernos, amplios, luminosos, diseñados para familias felices”, era la frase publicitaria escrita en una gran manta cuando los pisos estaban en proceso de construcción. Hace tres años que la obra quedó terminada. Un guardia la protege y banderines de colores que agita el viento anuncian la disponibilidad de las viviendas.

La manta sigue allí, sobre la barda que aísla los seis departamentos aún deshabitados, sin eco de voces ni de música, con las duelas sin huella de pasos, sin clavos en las paredes; en la cocina, muy fría y aséptica, aún no se mezclan los olores que con el tiempo se transforman en deliciosos recuerdos. Da lástima saber que los magníficos departamentos se están haciendo viejos y no han vivido nada.

III. Corsarios

Por las tardes, después de la lluvia, cuando salía el sol las gotas atrapadas en las ramas de los árboles brillaban como si fueran monedas de plata. Entonces, todos los niños del internado, aunque por breve tiempo, nos sentíamos piratas dueños de un rico tesoro.

IV. Sombra blanca

El pueblo era chico. Sus moradores sabían los nombres y las historias de todos; también la del retrato.

Permanece colgado en una pared de la sala. Gracias a que allí le cae la mejor luz, en la foto alcanzan a distinguirse con precisión la trama del velo blanco, la sutileza de las flores de que está hecha la corona, cada pliegue del vestido de novia, que le sentaba tan bien a Ema pese a que no era suyo: se lo había facilitado la mayor de sus primas para que, al menos en la imagen, luciera como lo que nunca había sido: una hermosa recién casada.

Se habría tenido la impresión de que, en el momento de ser fotografiada, Ema también era feliz, pero la disposición de las lámparas reveló un matiz de tristeza en su mirada y un rictus de amargura oculto en su sonrisa.

V. Por decir

Eloísa se queja amargamente de que su familia la considere loca. Pero ella tiene la culpa, por andar diciendo cosas raras, como la que se le ocurrió decirme ayer: “A veces siento tan afligida a mi soledad que voy y le ofrezco lo único que puedo darle: mi compañía.”

VI. Para ti, papá

Cintia, Yolanda, Karla y yo somos compañeras de trabajo en la cerería desde hace varios años. Nos tenemos confianza y a la hora del almuerzo hablamos de todo. Nuestros temas de conversación cambian de acuerdo con lo que nos sucede, pero también varían según la temporada. Ayer, por supuesto, el asunto fue el Día del Padre, que ya viene.

Cintia nos explicó que regalarle a su mamá el l0 de mayo no le causa ningún problema, pero con su padre tiene que pensarlo mucho antes de decidirse por un obsequio para él. Yolanda le aconsejó que, si quiere quitarse de problemas, siga su método: un año le regala a su papá una loción y al siguiente una corbata. Karla suspiró aliviada porque ya tiene el regalo: un suéter, pero se quejó del precio.

Esos comentarios me hicieron recordar la época en que mi mayor problema era no saber qué regalarle a mi padre. Añoro ese tiempo y pienso que si él viviera le daría como obsequio lo que nunca me atreví a decirle: cuánto lo amaba.

VII. Vecinas

Condenadas a ser vecinas para siempre, página de por medio, en los diccionarios, la “w” se siente con derecho a considerar pobretona a la “x”.

VIII. Un poco más

Al despedirse le dijo a su mujer, llorando: “No quiero pensar en lo que hubo entre nosotros. Comprendo que actué mal: fui desconsiderado, violento, no escuché tus razones ni tus súplicas, te aparté de tu familia y de tus amistades, te mantuve recluida, te prohibí que siguieras estudiando… A pesar de todo, nunca me negaste nada. Por eso, quiero que me concedas otra cosa: no me guardes rencor.”

IX. De la mano

Bebo una taza de café mientras releo el mensaje que me enviaste. Imagino que vamos paseando por aquel parque adonde íbamos, hace más de cincuenta años, tú con tu perrita y yo con mi hijo tomado de la mano. Ahora es él quien me lleva de paseo. Antes de salir me suplica que, por favor, no se me ocurra soltarme de su mano.

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