Opinión

Mar de historias / Los que regresan

Por: Cristina Pacheco

Mi hermana gemela se llamaba Hortensia. Se le consideraba la mayor porque salió antes que yo del vientre de nuestra madre. La diferencia de edades sumaba escasos minutos, pero mi hermana supo aprovecharla muy bien en su beneficio: cuando quería que la secundara en un juego argumentaba que, siendo la más chica, debía obedecerla; si el asunto era pedir un permiso, me ordenaba que lo solicitara ya que, por ser la más pequeña, mi madre era muy consentidora conmigo.

Hortensia y yo éramos muy parecidas. Si se nos hubiera antojado habríamos podido suplantarnos una a la otra. Nunca lo hicimos porque lo teníamos prohibido y también por ciertas notorias diferencias: mi gemela tenía la frente muy amplia y un lunar sobre la ceja izquierda; yo, los ojos rasgados y una mancha rojiza en el cuello; pero nuestra mayor desigualdad consistía en que Hortensia era muy enfermiza y yo no.

II

Se dicen muchas cosas acerca de los gemelos, entre otras que piensan igual, que sienten lo mismo, que adivinan lo que va a sucederle al otro, que tienen sueños idénticos y que no soportan las separaciones. Esto me consta. Cuando mi hermana se enfermaba y era imposible que asistiera a la escuela, yo fingía un terrible dolor de garganta y, para ganarme el derecho a quedarme a su lado, aceptaba beber horribles jarabes.

Aquellas mañanas de aislamiento eran muy divertidas: vestíamos a nuestras muñecas, inventábamos adivinanzas, hacíamos competencias de matatena o de palitos chinos. Lo mejor de todo era que a media mañana mi madre le llevaba a Hortensia gelatinas de tres colores que compartíamos a raciones iguales: “Una cucharada tú, una yo.”

III

Una vez mi hermana contrajo fiebre de Malta. Sufría fuertes dolores en las articulaciones, inapetencia y fatiga permanente; pronto perdió color y peso. El médico dijo que se trataba de una enfermedad grave y le prescribió reposo absoluto durante varias semanas. Alarma general en la familia. Hortensia y yo nos asustamos muchísimo porque temíamos lo peor, lloraba a mares cada que mi hermana, aferrada a mí, decía: “No quiero morirme”, a lo que yo, para consolarla, le juraba que me iría con ella.

Adonde tuve que ir fue a la escuela. Imposible concentrarme. Pasaba todo el tiempo imaginando a mi hermana sola en el cuarto, sin tener con quien jugar ni con quien compartir las maravillosas gelatinas de tres colores. A consecuencia de aquella crisis estuve a punto de perder los exámenes semestrales y, ante los pésimos resultados, supliqué a mis padres que me permitieran faltar a clases mientras mi hermana se aliviaba.

Como resultado de mi petición me llovieron regaños y advertencias acerca de las muchas cosas malas que aguardan a los niños que no estudian. También me sujetaron a interrogatorios detallados acerca de mis razones para querer alejarme de la escuela. A todas las preguntas contesté con la misma respuesta: “Quiero hacerle compañía a mi hermana. Todos nuestros amigos se van a la escuela y ella no tiene con quien jugar. Se aburre, sufre”.

IV

A consecuencia de mi argumentación, una semana después llegó a la casa, metida en una canasta, una perrita para que le hiciera compañía a mi hermana. La cachorra, pequeña como un juguete, era lanuda, blanca y estaba salpicada de lunares color miel; debido a eso, al cabo de una muy animada discusión, decidimos llamarla Manchitas.

Hortensia y yo adorábamos a Manchitas, pero ella muy pronto demostró su preferencia hacia mi gemela, quizá porque había estado acompañándola durante su enfermedad y a lo largo de su fastidiosa convalecencia. Aunque en cierta forma me vi desplazada por la mascota, nunca le tuve celos ni rencor; por el contrario, sentía cada vez más cariño y agradecimiento hacia ella al ver que hacía tan feliz a mi hermana.

V

Para el momento en que Hortensia se recuperó, Manchitas ya se había adueñado de todos los afectos, de todos los rincones de la casa y pronto –según iba pasando el tiempo– se hizo partícipe de nuestras actividades. Cuando salíamos a la escuela iba tras de nosotras hasta la altura en que mi hermana le ordenaba que regresara a la casa. Manchitas obedecía, pero se iba a paso lento y con la cabeza gacha, en señal de disgusto. Por las tardes, en cuanto terminábamos la tarea, Hortensia y yo salíamos con ella a caminar por los alrededores de la casa. El paseo se prolongaba más allá de lo acordado a causa de que Manchitas era de una insaciable curiosidad: se detenía a mirarlo y a olfatearlo todo sin que viéramos en eso peligro alguno.

Una tarde, a mitad de nuestra caminata, Manchitas cayó al suelo, como fulminada. Ya que una de sus actuaciones más divertidas consistía en hacerse la muertita, pensamos que estaba jugando y, como siempre, le ordenamos que se levantara. No lo hizo y de su hocico salió una baba densa y verdosa.

Más tarde, cuando con ayuda de nuestra madre la llevamos al veterinario, él nos dijo que Manchitas estaba envenenada y no había más remedio que ponerla a dormir. “¿Dormir?”, repetimos sin comprender el significado de esa palabra hasta que el veterinario nos lo aclaró: “Le aplicaré un sedante, se quedará relajadita y se irá sin dolor alguno”. Fue terrible aceptar esa medida, el breve adiós entre lágrimas y caricias, sabernos para siempre separadas de quien había sido, durante cuatro maravillosos años, nuestra mejor amiga y compañera hasta sus últimos momentos, en octubre de l984.

VI

Se acercaba noviembre. En nuestra familia siempre se ha respetado la costumbre de poner la ofrenda para el Día de Muertos. A partir de aquel año adornamos una más para darle la bienvenida a Manchitas. Sobre la mesa, con las patas marcadas con la huella de sus poderosos dientes, pusimos sus cobijas, sus platos, sus juguetes y, desde luego, sus retratos.

De aquel noviembre ha pasado mucho tiempo, pero sigo poniendo dos ofrendas. Junto a ellas, rebosantes de colores y aromas, espero el regreso de mis difuntos tan amados, entre ellos Hortensia y Manchitas. Sé que luego de un breve tiempo aquí, volverán; Manchitas al cielo de los perros, Hortensia al más allá.

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