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Opinión

Mar de Historias / Pastillas de menta

Por: Cristina Pacheco

Para Felipe, una mañana soleada anuncia un día pleno, con juntas de trabajo que lo obligan a estar alerta, breves conversaciones agradables y algo de chismorreo que a fuerza de malicioso termina siendo ingenuo. Le gusta mostrarse enterado frente a sus compañeros y durante los minutos previos a la asamblea de los lunes, bajo cualquier pretexto, comenta las noticias que leyó en las primeras páginas de los diarios expuestos en el kiosco frente al que siempre pasa.

Hoy, como acostumbra hacerlo todas las mañanas, se detiene allí para comprarse un paquete de pastillas de menta –la calidad de su aliento le preocupa–, echarle una mirada a las publicaciones pero, sobre todo, para oír los comentarios de la encargada. Enriqueta es una mujer adusta, de pocas palabras y certera en sus juicios acerca de la actualidad, al grado de que él muchas veces los toma en cuenta para normar los suyos.

Mientras busca monedas para dar cambio de un billete a Felipe, Enriqueta dice: Pobre gente: tan lejos de su patria, expuesta al peligro, sin trabajo, sin dinero y sin tener adónde ir. Como no escucha ninguna respuesta por parte de su cliente, le aclara que se refiere a los venezolanos recién deportados de Estados Unidos. Luego, sin disimulo alguno, se persigna, mira el cielo y agradece el privilegio de vivir en su tierra, tener salud y trabajo. Sin eso, ¿qué vida le espera a uno? –pregunta, a lo que Felipe contesta con una discreta caravana y después se aleja.

Mientras camina rumbo a B&B, la agencia de publicidad que es su destino cotidiano, Felipe reconsidera, con una mezcla de culpa y vergüenza, las muchas veces que estúpidamente se ha quejado por tener que apegarse a una rutina, sufrir llamadas de atención por errores ajenos, pequeños desencuentros con sus vecinos o con sus jefes. La reflexión lo fortalece, lo llena de un optimismo renovado que se traduce en sonrisas, saludos y comentarios gratos hacia los compañeros que por casualidad encuentra a las puertas de B&B.

II

Felipe lleva unos minutos de haber llegado a su oficina, aún no ha encendido la computadora ni visto la lista de pendientes cuando aparece Myrna para informarle que en media hora debe tener desocupada la oficina, porque van a dársela a la nueva contadora. Ante lo inesperado de la noticia, la sonrisa de Felipe se congela y, sin aliento, se queda observando a la muchacha que le responde levantando las cejas y lo hombros, señal de su propio desconcierto. Rápido se despide, pero enseguida reaparece y, con ánimo de tranquilizarlo, le dice a Felipe que baje a Recursos Humanos para que le indiquen dónde estará su nueva oficina.

Aturdido, Felipe siente que pierde fuerzas y va a sentarse al único sillón disponible, tras su escritorio, como ha hecho todas las mañanas desde que asumió el cargo de contador, puesto que antes ocupaba Ezequiel Naranjo. En cuanto evoca el nombre, recuerda cómo fueron sus primeros minutos en esa oficina: mientras su ex jefe guardaba sus cosas, él llamó a Daniela, su mujer, para darle la buena noticia de su ascenso, sin pensar que con eso hería, sin querer, a Ezequiel Naranjo.

¿Qué habrá sido de él?, se pregunta Felipe mientras abre el cajón del escritorio donde tiene su agenda, recibos, notas sueltas, pastillas de menta, gotas contra la hipertensión y el dibujo que le regaló su nieta Soljade, con la súplica de que lo colgara en la pared donde él pudiera verlo, sobre todo cuando se quedaba solo en el edificio, trabajando hasta bien avanzada la noche.

No ha podido cumplir el compromiso de poner a la vista el dibujo, porque es política de la empresa que los empleados no tengan en sus áreas de trabajo retratos, adornos o cualquier tipo de objetos personales. Lo único que se les autoriza tener en su escritorio es un decálogo enmarcado referente a obligaciones y deberes, empezando por la entrega necesaria para ser dignos integrantes de la agencia publicitaria donde el personal integra una familia productiva y solidaria.

III

Lo último que Felipe guarda en su portafolios es el dibujo, regalo de Soljade. En la nueva oficina que le asignen tampoco podrá colgarlo porque, murmura con desaliento, “es política de la empresa…” Siente un nudo en la garganta y el dolor en el pecho que lo lastimaba de niño cuando tenía miedo de quedarse solo en la casa de su madrina Elvia, tan llena de imágenes religiosas y retratos de personas muertas muchos años atrás.

Al oír voces en el pasillo, Felipe se sobresalta ante la posibilidad de encontrarse con alguno de sus compañeros que, de seguro enterados de su destitución, le regalarán un guiño, una sonrisa o una palmada en el hombro en muestra de que, sea cual sea el sitio que vaya a ocupar en el organigrama, seguirán considerándolo parte de esa familia productiva y solidaria que da prestigio y fortaleza a B&B.

Felipe no se siente capaz de pasar por esa experiencia y, sin embargo, tiene que hacerlo, como hizo Ezequiel Naranjo hace años, cuando con voz temblorosa, al cederle su lugar, lo puso al tanto de la política de la empresa, le deseó mucha suerte en su nueva responsabilidad y se puso a sus órdenes.

Antes de salir, a Felipe le gustaría tener unos minutos más para recobrar la serenidad, pero renuncia a la tregua por temor a que lo encuentre en la oficina la nueva contadora y verse obligado a darle la mano, sonreírle, hacerse el simpático diciéndole que el ventilador se compone dándole una patadita, desearle buena suerte y ofrecerle su ayuda para cualquier aclaración.

A punto de irse, toma el decálogo enmarcado y repite cada punto sin necesidad de leer. Satisfecho, lo devuelve a su lugar. Da un paso y se detiene. Siente dolor en el pecho y la boca amarga. Abre el portafolio para sacar las pastillas, roza la hoja con el dibujo de Soljade y piensa que su nieta lo hizo para brindarle compañía en momentos, para él, tan amargos.

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